Nunca un lonco abre su intimidad. Pero pudimos conocer a sus  hijos. Que tiemblan al hablar. Son desconfiados. Resentidos. Dibujan  peleas. Pero ruegan al cerro y piden permiso al río. Son los mapuches  sub 16 que va dejando el conflicto: niños heridos, herméticos, volcados  hacia su propio mundo mágico y guerrero. Alejándose de Chile.
Texto y fotos: Roberto Farías
La adolescente Vania Queipul arranca la hoja de un canelo al centro  del Nguillatún en la cárcel de Angol, la moja en un cuenco en licor de  muday y salpica el suelo rogando en voz alta: –Ray wenu fuza, ray wenu  kuze, fachi antv, mulepain tufamu putu luktulein…(padre anciano, madre  anciana que estás en el cielo y en todo el universo). Furre me fimi  inche, ñi peñi kume, ñi pu chau, ñi pu che, ni pu weni (te pido salud  para mi hermano, mi padre, mi gente, mis amigos).
Vania tiene 16 años y es la hija de Víctor Queipul, el lonco de la  comunidad de Temucuicui, “los duros”, junto a las comunidades Requém  Pillán y José Guiñón, aquellos mapuches al sur del río Malleco que  persistieron 10 días más en la huelga de hambre y que no querían recibir  el alta de un médico, sino de una machi. Terminaron su protesta, no con  la firma de un papel con el gobierno, como los huelguistas de  Concepción, sino con una rogativa.
Vania creció yendo a la cárcel de Angol o de Temuco para visitar a su  padre y sus tíos. Ahora vino a rogar por su hermano, Víctor Hugo, de 21  años, quien estuvo 80 días en huelga de hambre. Parece una machi  infantil, con sus adornos de plata en la cabeza y en el pecho. Uno  pensaría que es algo forzado, que quisiera estar en otra parte,  escuchando a Hannah Montana, metida en Facebook o quizás qué. Pero Vania  se arrodilla con un gesto serio y profundo, y le corren lágrimas cuando  ruega en voz alta. Una y otra vez. Muchas veces. Vania y unas dos  docenas de niños y adolescentes mapuches, según cálculos oficiosos,  interrogados, procesados, encarcelados, incluso prófugos, son el daño  colateral del conflicto mapuche.
Niños sin infancia. Serios, desconfiados, que se están impregnando de  un espíritu guerrero adulto. En el Nguillatún, las amigas de Vania  giran en torno al canelo en jeans y polera. Ella viste chamal y lleva  cabeza –es la hija del lonco y debe dar el ejemplo. Ya le ven pasta de  líder. Sus amigas le dicen que va a ser werkén (vocera), que va a ser  lonca algún día. “No puedo esquivar mi responsabilidad, pero no sé”,  dice Vania.
Le pregunto ingenuamente si preferiría ser una niña común y corriente y pone cara de interrogación.
–Todo es una sola cosa para los mapuches –dice convencida.
La vestimenta, las tradiciones, la lucha. Nací mapuche; la causa de mi pueblo viene conmigo de fábrica.
Su familia lucha por el territorio desde siempre. Antes resultaron  muertos. Pero desde el fin de “la pacificación” en 1881, según el  recuento familiar, tatarabuelos, abuelos y padres Queipul han sido  juzgados y encarcelados. De hecho, Vania ya entró a “la lucha”: estuvo  presa una noche y ganó un juicio en la Corte de Temuco. El año pasado,  Vania y otra niña fueron acusadas de quebrar los vidrios de la Fiscalía  de Collipulli. Estuvo esposada en un calabozo de Angol. En un juicio que  duró 9 meses fue declarada inocente en primera instancia. Pero el  fiscal César Chabir –el único testigo de la causa– apeló y llegaron a la  Corte de Apelaciones. Vania volvió a ganar, defendida por la abogada  Karina Riquelme. La fiscalía perdió, en las costas del juicio, dos y  medio millones de pesos. La reposición del vidrio del ventanal, según  consta en archivos, sumó 72.000 pesos. El lonco dice: –Dígame si eso no  es una persecución de mi hija. Pero ella es inocente, ganó el juicio, el  primero de los muchos juicios que probablemente enfrentará en nombre de  su comunidad. –Todo fue por ser la hija del lonco –dice Vania. Pero lo  que tenga que hacer, lo voy a hacer. No voy a parar. ¿Cómo se llega a  esa convicción a los 16 años?
El aprendizaje del Cóndor
Mankilef (Cóndor veloz) tiene 5 años, y su hermana mayor, Wangulén  (Estrella), 7. Viven en Temucuicui, a muchos kilómetros de un tribunal.  No saben lo que es un payaso, nunca han ido al cine ni se han subido a  un juego mecánico. Manki juega con autitos de plástico yWangulén salta  con un pedazo de manguera. Juegan en su patio al pillarse, pero le  llaman paco-mapuche. Se divierten recogiendo del suelo casquillos de  bombas lacrimógenas, gritan cuando en la radio escuchan noticias sobre  los mapuches.
Conocen perfectamente los puestos de vigilancia permanente de  Carabineros en los cerros entorno a la comunidad. Sus padres, Jaime  Huenchullán y Griselda Calhueque, no tienen tierras, apenas unas cuantas  vacas en un parcela en un bosque que les dio la Conadi. Los envían  diariamente a la Escuela Básica San Francisco de Asís, en Ercilla –la  misma escuela donde estudió Vania–, a 10 km de distancia, para sacarlos  un poco del entorno tan policial. Cuando Jaime se despide de ellos  frente al furgón municipal que los lleva, le pide permiso al cerro y se  encomienda al canelo plantado delante de su casa para que los traiga de  vuelta igual que como partieron. En la escuela de Ercilla, Manki es un  niño normal. La hermana franciscana Isabel Monje, directora de la  escuela, le permite usar el pelo largo. “Por respeto a sus costumbres”,  dice, bastante resignada ante la firme decisión de sus padres. “Pero que  venga peinadito”, puntualiza cariñosamente.Wangulén puede ir con la  tenida tradicional y adornos de plata, en lugar de uniforme.

 
Isabel trata de que la escuela sea una burbuja para los alumnos.  –Ésta es una escuela 100% normal –dice, pero sabe que no es cierto. Con  su pobreza digna, lo poco que tiene lo invierte desde hace un año en un  sicólogo para ayudar a los niños de las comunidades en conflicto. –Cada  vez que hay problemas, baja la asistencia. Después queda el ambiente  tenso por varios días. ¿Quién cayó preso, quién  resultó herido?, se  preguntan inquietos los niños.
Mediante dibujos y ejercicios de convivencia, el sicólogo diagnostica  a los niños. Según Isabel Monje, hay casos críticos: –Son niños que  tienen problemas de atención, de concentración, por la falta permanente  de la presencia de los apoderados, que están procesados o son buscados.  Para referirse a las situaciones escolares usan un lenguaje que es más  propio del conflicto: paco, allanamiento, citación, testigo, memoria  histórica.
El sicólogo trata de volverlos a su mundo infantil, pero es muy  difícil con sólo dos sesiones a la semana para 100 alumnos. Hacemos un  ejemplo con una tía. –Manki dibuja muy bien –dice ella. De inmediato él  hace un dibujo de mapuches con lanzas y chuecas por un lado y, por el  otro, carabineros disparando bombas lacrimógenas y helicópteros  sobrevolando. Él se dibuja muy chiquitito, escondido en la ruca de la  comunidad.
–¿Que piensas cuando estás ahí, Manki? –le pregunta la tía.
–En hacer la tareas.
–¿De verdad? –le pregunta incrédula.
–No. En realidad, en mi papá.
–¿Y dónde está tu papá en el dibujo, Manki?
–Aquí –e indica a los mapuches armados de lanzas y palos enfrentándose a los carabineros.
En Ercilla, si Manki ve un carabinero lo apunta con los dedos, como pistola. Si ve un auto lujoso en el destartalado pueblo,
pregunta:
–¿Es de un fiscal?
No es odio. Para Manki es un juego.
La diferencia se va haciendo cada vez más tenue. En un ambiente tan  hostil, es muy difícil para la monja directora mantener el conflicto  fuera de las aulas. A punta de persistencia, lo suele lograr. Hace poco,  dos niños de 10 y 12 años, para el año nuevo mapuche, en la tarde del  22 de junio pasado, lanzaron piedras a los autos en la Ruta 5. Llegó  Carabineros y se los llevó a la comisaría. Según ellos, los aconsejaron  sobre su conducta. La hermana Isabel fue a buscarlos y los dejó en el  campo a las 5 de la tarde. A las 6 tenía enfrente a una de las mamás  dispuesta a hacer una denuncia “por violencia policial”. A las seis y  media estaba llamando el prefecto. A las siete, el intendente regional.  Las Fuerzas Especiales se preparaban para la trifulca cuando la hermana  Isabel se puso en medio y mantuvo la calma en todos los bandos. Antes  que estallara la hoguera.

Pero no siempre los directores y profesores defienden a los niños. El  inspector y la directora del Liceo de Collipulli –cuyas autoridades no  autorizaron una entrevista con Paula– declararon en contra de Vania  Queipul cuando fue detenida por la rotura de vidrios. Según su abogada,  Karina Riquelme, cuando Vania volvió a clases le pusieron un inspector  especial para vigilarla en los recreos, relata Vania. La PDI fue al  menos cinco veces a retirarla del liceo para interrogarla o para que  firmara documentos. Bajó sus notas. Por las 20 citaciones perdió muchas  clases, pues el viaje a Temuco, entre ir y volver, toma tres días.
Vania ya no quería seguir yendo, pero no hay otro establecimiento cerca.
En abril, dos hermanos de 7 y 8 años fueron sacados de sus salas por  civiles e interrogados sobre sus padres en la escuela de Muco, a 50 km  de Ercilla. En un fallo sin precedentes en Chile, el abogado Pablo  Ortega consiguió que Carabineros y la PDI no ingresaran más a las  escuelas de la zona mapuche para recaudar información de los niños,  porque violan la Convención de los Derechos del Niño. En un comunicado,  la policía explicó que “fueron actividades en el marco de la enseñanza  de la actividad policial hacia los menores”. La Corte, sin embargo,  estableció que esas “actividades policiales” eran interrogatorios  encubiertos y falló que el ingreso policial “no específico” a las  escuelas básicas viola la Convención. Dos meses después, Carabineros de  Fuerzas Especiales, con uniforme de combate, volvieron a entrar a la  escuela: –Supuestamente, era para vigilar un predio aledaño. Unas  carabineras, con peluches y lápices, simulando un juego, interrogaron a  dos niños de 6 y 7 años sobre sus familiares- dice Eduardo Mella,  investigador del tema mapuche que trabaja con Ortega.
En otro sector mapuche, la comunidad José Guiñón, el werkén José  Ñecul no dejó que fotografiara a sus hijos, yme explicó: –No quisiera  que fueran asociados a todo esto. Quiero sacarlos, protegerlos y  mandarlos a otra parte. ¿Pero a dónde, cómo?-. Donde sus amigos y  parientes pasa lo mismo. En todas las comunidades del entorno de  Ercilla-Malleco-Angol el roce mapuche- policial es permanente. El  conflicto tiene una mecha tan corta, que cuando estalla, hay ataques  incendiarios, vienen los allanamientos y los niños quedan a merced del  gas lacrimógeno que se va metiendo en sus narices y sus espíritus. No  vuelven a ser iguales.
La abogada española Pilar Macía, que colaboró con Unicef y la  organización Save The Children, explica estos casos: –Una vez  “adultizado” un niño, por un conflicto bélico o político, es muy difícil  volverlo a una infancia sin intromisiones, que debería ser un bien  superior de la humanidad. Existe un principio rector de la justicia  –como la igualdad ante la ley– llamado del interés superior del menor,  que consiste en preservar al niño lo más posible de los líos judiciales y  los procedimientos policiales. ¿Qué es el bien superior? “Su derecho a  vivir su infancia sin alteraciones”, señala Macía. Según ella, en Chile  se aplica una justicia cuyo trámite ya es un castigo para los adultos.  “En el caso de los menores, daña su infancia. Sin tacto y con violencia  verbal y sicológica. Y de nulos resultados judiciales”, señala. –Yo lo  veo muy parecido al caso de los niños palestinos –dice José Ñecul  mientras ve a sus sobrinos haciendo una fogata donde no queman  marshmallows sino puntas de lanza de juguete–. Si viven permanentemente  en la violencia, ¿qué puedes esperar de ellos sino más violencia?.
El niño invisible
Patricio Queipul, que se crió junto a Vania, es hijo postizo del  lonco. Tiene 15 años y desde los 9 ha sido interrogado, apaleado,  detenido, enjuiciado y baleado, hasta que huyó. Desde octubre del año  pasado vive clandestino en una carpa, como un guerrillero, en los  recónditos bosques de la cordillera de la costa al sur del río Malleco.  Carabineros y la PDI han hecho al menos cinco allanamientos y no ha  encontrado ni una pista de él. Al lonco no le sacan ni una palabra, ni  un gesto que delate su escondite, porque este lonco duro, pero de buen  corazón, lo cuida como a un hijo.
Vania lo va a ver y le lleva comida, cuando puede. Patricio es otro  de los niños religiosos de esta comunidad. De los que pide permiso al  río antes de cruzar su cauce. De los que toma una hoja de canelo y ruega  en mapudungún. Intentamos ir una mañana hasta su refugio, en la  cordillera, pero abortamos la misión por falta de seguridad. Hace unos  meses, el abogado Fernando Lira, fundador de la ONG Liberar,
–que protege a los niños y existe hace sólo dos años– sí logró conversar  con Patricio en abril pasado en su carpa, con una tetera y una fogata.
Lira dice que, a veces, Patricio baja a una comunidad cercana a darse  su vuelta, deambulando como un niño invisible, tapado y disfrazado.  Nadie puede verlo, nadie puede reconocerlo. Lira grabó un video  conmovedor donde Patricio, con sus ojos todavía dulces, dice: –Yo no he  tenido infancia. Nunca pude jugar, no sé lo que es ser niño. No elegí  esta vida, andar arrancando. Por eso espero que el Estado no persiga a  más niños, que no les ocurra lo que me ha pasado a mí.
Estudió con Vania en la misma escuela de Ercilla, pero él llegó hasta  4° básico. La monja lo recuerda como un niño tranquilo, con mucho gusto  por el campo, muy callado, muy silencioso. Después de ser varias veces  interrogado en el camino a la escuela por civiles, dejó de ir. Luego fue  herido en el brazo derecho por perdigones de Fuerzas Especiales en un  desalojo del fundo La Romana. –Si antes me balearon, ahora qué les queda  –se pregunta Patricio–, ¿matarme?
En 2007 fue procesado por robo de animales y, posteriormente,  absuelto. Cuando se vio perseguido por incendiar supuestamente el peaje  de Victoria, junto a otros siete encapuchados, arriesgaba hasta 40 años  de cárcel por Ley Antiterrorista. No lo resistió y se fue a la  clandestinidad, como un pequeño Che Guevara, bajo la protección del  espíritu del bosque, del dueño del río, a quien Patricio se encomienda  todas las mañanas.
El lonco llevó su caso a la Unicef, donde el representante para  Chile, Gar Sthal, se comprometió a presentarlo en la Corte  Interamericana de Derechos Humanos. Ahora que la huelga de hambre logró  que no se procese a menores por Ley Antiterrorista, el lonco espera que  Patricio pueda bajar del cerro y ser visible otra vez. Volver a vivir  los restos que quedan de su infancia, junto a Vania, Manki y los otros  niños.
 
Paula 
Video fue realizado por Marta Guerra M., periodista de la Agrupación  Liberar. En esta entrevista, el joven Patricio Queipul habla de su  decision de pasar a la clandestinidad en la que vive hace seis meses en  cerros de la IX Región.